El olor a incienso en la orina le preocupaba, ya era demasiado el rictus santificatorio que vivía.
Raquel trataba de emanciparse de la gracia concedida. El sacro rictus había empezado ya hacía muchos años, desde la primera vez en que, ansiosa, su cuerpo le pidió deslizar la mano sobre el vientre, buscando el pubis, y antes de llegar tan siquiera a tocarse un coro de ángeles llenó su cuarto de cantos y de su piel comenzó una emanación de olor a rosas; asustada, retiró la mano mientras un ángel malicioso la miraba a los ojos y le sonreía. Santa contra su propia voluntad, el misticismo se empecinaba más en los momentos en que ella hubiese querido refugiarse en la lujuria. Desde el primer novio hasta el último, todos huyeron despavoridos ante las revelaciones de ángeles y coros que acudían a evitar que la pasión desvirtuara la piel de Raquel.
Ella ansiaba ser amada, cada día fantaseaba con más hombres, pero la santidad se empecinaba en perseguirla y mortificar con castigos a aquellos que se acercaban a probar la pasión y el éxtasis que reinaba en ella. Finalmente, logró casarse con Antonio Vesadi, un joven y torpe muchacho del colegio que por su timidez nunca había logrado estar con mujer alguna.
Su noviazgo fue breve e inocente, absurdamente inocente, pero esto le permitió a Raquel concretar un novio sin espantos y una boda para así finalmente conjurarse mujer en una noche apasionada como las que leía en novelas y le relataban sus amigas, antes de que la creyeran santa y evitasen esos temas ante ella. Raquel, llena de las historias de sus padres, pensó que para tener relaciones debía estar casada y que tal vez por eso el cielo no le había permitido acercamiento alguno con hombres, sabía que al casarse aquello sería distinto, sería bien visto desde lo alto.
La noche de bodas Antonio se dejó guiar por ella. La experiencia nula y el temor al éxtasis que lo embriagaba no le permitieron asumir el papel de líder que ella hubiese esperado. A pesar de todo, Raquel no se sentía ansiosa. Antonio era bastante menos de lo que ella hubiese esperado en un hombre, él era un pluma fina, pero finalmente se sentiría mujer. Ella se desnudó ante sus ojos, tomó sus manos y las llevó a los pechos, lo dirigió para recorrer los pezones, la línea divisoria de los senos y luego descendió hasta el pubis. Finalmente, sintió que la piel se le humedecía y se acostó deseosa de ser penetrada, de ser amada. La piel ardiente, el ángelus llamando a la oración, las piernas que se separaban, una leve llovizna de escarcha sobre la cama. El olor a rosas se apoderó de todo, el éxtasis de Antonio fue sustituido por la contemplación, y lejos de caer sobre el cuerpo de Raquel y poseerla, cayó sobre sus rodillas para adorarla. Raquel solo pudo llorar, las lágrimas eran de aceite sagrado.
Ella se sentía violada por la santidad; su noche de bodas resultó ser la anunciación de una vida de esclavitud, de velitas en torno a su cama, de peregrinaciones hasta su casa, donde ella, callada, aceptaba ser llevada bajo un palio y sobre un viejo sillón hasta la cochera para desde ahí, profundamente en su interior, llorar sonriendo hacia los miles de peregrinos que venían a ver la santa.
Dejó de hablar y aquello fue tomado como una muestra de misticismo. Su marido se convirtió en su fiel vicario, en su sacristán personal. Él la cuidaba con devoción, ella le sonreía con repulsión.
La cama se convirtió en altar donde ella cada noche, separada de los cantos, los exvotos de los peregrinos, las misas y los ángelus, podía dejarse llevar por su pasión; se imaginaba una hilera de hombres haciendo fila solo para tomarla, se sentía deseada y no venerada, pero en cuanto se acercaba a lo más hondo de sus deseos y su mano se deslizaba hacia abajo, un ángel descendía a su lado, retiraba la mano del pubis, la besaba y le hacía repetir la regla de San Benito. Raquel lloraba un crisma delicado y repetía las palabras del ángel.
El día que el obispo la visitó, a solas, Raquel rompió su silencio, y luego de la bendición del obispo y de su leve reverencia lo miró a los ojos fijamente mientras él se sentía conmovido, esperaba un oráculo divino, pero solo escucho la voz fría de una mujer que decía: quiero ser puta.
Durante tres semanas se realizó un exorcismo. En su alcoba, no se le permitía alimento distinto al pan o el agua, el marido fue expulsado para evitar la tentación de la carne. El matrimonio fue disuelto por el papa y Antonio corrió a la calle latina a saciar su sed de piel, a entregarse a la lujuria y a la pasión, mientras Raquel soportaba las oraciones en latín, la debacle de aguas rociando su cara y sobre todo su pubis. Finalmente, la Santa fue absuelta del demonio que se había apoderado de ella, pero un confesor debía visitarla diariamente para que mantuviera su espíritu en reposo. La virginidad continuaba violándola, eyaculando pureza en su alma.
Las hermanas Benedictinas se hicieron cargo desde entonces de su casa, ahora santuario, de sus cuidados, de recogerle el cabello que cada día crecía de manera más desproporcionada.
Poco a poco su piel se fue ajustando hasta asemejarse a una imagen de las que llevaban en las procesiones, su mirada vidriosa hacía dudar ya de si era mujer de carne o de yeso.
Los milagros se multiplicaban, las lágrimas de óleo bendito derramadas durante la procesiones eran conservadas para oficios santísimos, la mayoría en el Vaticano. No faltó quien se las ingeniara para llenar botellitas con cualquier aceite perfumado y venderlo durante las peregrinaciones para ver a la Santa.
La pose se le fue tornando más rígida y la mirada más fija y vidriosa, tanto así que varias veces al día un doctor verificaba que el santo cuerpo permaneciera vivo. El rigor mortis del sexo encarcelado en Raquel permitió que todos los domingos la llevaran en andas en procesiones alrededor del parque. La gente se apostaba a los lados para ser sanados, recibir milagros, rogarle por su intercesión y sobre todo mirarla. Las lágrimas de óleo santo caían sobre el asfalto.
Domingo a domingo recibía a su confesor, le sonreía, y pasaban horas sentados el uno al lado del otro en total silencio. La presencia del confesor le hacía sentir tranquila. Se miraban, se sonreían.
La pequeña villa fue creciendo entorno a su casa, la cuadra entera era ahora una basílica para fomentar su devoción; la gente viajaba desde todos los rincones del país para verla, luego empezaron a llegar los peregrinos desde el extranjero y lo que fue un pequeño poblado se convirtió en una ciudad cuya industria era la Santa. Todos en el pueblo la querían, gracias a ella llegó el desarrollo y tenían empleo.
Una tarde, mientras estaba a solas en su alcoba con su confesor, decidió abrir el vestido y mostrar su cuerpo ante el cura. El éxtasis la absorbió cuando notó que el sacerdote se sentía excitado, jubiloso, lujurioso. También notó que no había cantos angelicales, que no manaba de su piel el olor a rosas, y el olor a incienso en su pubis había desaparecido. El cura se le acercó, besó su boca brevemente, contempló el pubis y acercó su mano hacia él. De los pechos brotó el maná. El cielo raso se volvió cúpula en un instante, varias arpas se escucharon lejanas. La cúpula se fue tiñendo de azul, se abrió al cielo.
Un ángel sonreía malicioso en lo alto y repetía la regla de San Benito. Dos ángeles se acercaron al sacerdote y lo hicieron arrodillarse, mientras un tercero lo amonestaba con fuertes golpes en la espalda. Raquel emanaba olores a inciensos y rosas; una lluvia de escarcha comenzó, quiso gritar, pero un ángel le llenó la boca de mirra, otros dos la tomaron en brazos.
Ascendió desnuda al cielo en cuerpo y alma frente a la mirada atónita de los miles de peregrinos que esperaban afuera.