Definitivamente no sé cómo hace la gente para no temer a Dios y no agradecer tantas cosas que les da. Tercera vez en la semana que oía esa misma frase, con el mismo tono de reproche de mi madre. La primera vez cometí el error de volverla a ver. Sus ojos inquisidores lanzaban signos de pregunta. Señalamiento, culpabilidad.
De alguna manera, había logrado salir airosa de las embestidas con una serie de verónicas y navarras. Mi traicionero inconsciente me volvía a tirar a la arena cada noche.
Si Dios es amor, ¿qué clase de Dios se empodera con la cultura del miedo? ¿Es que acaso en las iglesias puedo devolver realmente una porción de todas las bendiciones que Dios, la vida o como quieran llamarle me da? ¿Será que la religión es una verdad absoluta? ¿Y entonces, donde queda la espiritualidad? Si soy una persona buena, altruista y caritativa, ¿aun así se me debe castigar por no asistir a la misa o al culto? ¿Será que la chispa divina que vive en mí crece con la repetición autómata de mantras en la misa o culto? ¿Es entonces la cara de Dios la de la vecina infiel que alivia su culpa con las ofrendas? ¿O será acaso el rostro del abusador emocional que como acto de constricción reza? ¿Es la religión la ausencia del Dios fluido dentro de nosotros? ¿O será, la mordaza para nuestro demonio fútil?
Las preguntas son infinitas. Me quedo con mi religión o como quieran llamarle. Esa que se ausenta de la ceremonia dominical, pero que está presente en la vida de aquellas personas que necesitan una mano de apoyo, un minuto de comprensión sin juzgamiento, la completa observación de su yo único…
Muchas veces paso por la iglesia, con la fe de ver a Dios. No lo he logrado. Espero encontrarme con Dios, pero en la banca del parque para compartir un café con pan y que me diga que soy un ángel, aunque para otros sea un demonio.