No había marcha atrás. Esa era la única salida a la situación. Stefano debía guardar el secreto por el bien de su esposa y sus hijos. No solo por su bienestar, también por el perdón inherente a una memoria tan inexplicable. Esta Navidad todos tendrían el mejor regalo de sus vidas. Aunque quién era él para jugar a ser Dios y juzgar lo que es mejor para cada quien. Así partió, repartiendo besos, abrazos y sonrisas o acaso grabando a través de sus ojos lo que guardaría para siempre en su alma perdida.
Ana Lía, la esposa, quien había sido construida estéticamente bella bajo la normativa social, estaba coordinando los últimos detalles de la cena en Año Nuevo, la que compartirían con sus amigos cercanos, esos de la exclusiva clase social a la que pertenecían. Anhelaba sorprender a Stefano invitando a su madre, a quien no veía desde que él la culpó por la muerte de su padre, porque la sorprendió con otro. Su padre se había vuelto loco y mató al sujeto. Purgó diez años en la cárcel hasta que un día, al extorsionarlo otro preso lo mató.
Stefano sacó el viejo carro de colección. Metió la maleta en la cajuela. Se dirigió a una misteriosa reunión de negocios, que no podía esperar a que pasaran las fiestas. El agónico ronquido del auto hizo oficial la despedida. Se oyó un chillido a la distancia. Un estallido inició las fiestas de noche buena. El maternal lago recibía en su seno un misterio, un secreto.
La sombría sorpresa empañó la celebración de la familia D’Alessio. Sorpresa, llanto; accidente, muerte… En los días posteriores, la cascada de desconciertos no pararía. La empresa en quiebra, el retraso de la hipoteca, las cuentas bancarias casi vacías y el salvador seguro de vida.
Los frenos. Fue un desperfecto, un accidente. El forense y los inspectores habían firmado la constancia. Nadie pudo probar lo contrario.
Tres días después a las tres de la tarde, se enterraría a Stefano y al secreto de sus planes. Un alma sonreía en el purgatorio y una familia se salvaba entre lágrimas en la Tierra.