Y el narrador dijo hágase la lujuria y la lujuria se hizo y recorrió cada párrafo de la historia de Lucía y de su cuerpo casi treintañero y puro, que acumulaba complejos, prejuicios y censuras religiosas hasta el día en que rompió sus paradigmas mentales para convertirse en una mujer libre o la puta del pueblo. Y lo fue.
En el principio era todo Dios y monjas y ese fue el alimento de su mente desde la infancia en aquel centro educativo que le cercó los pensamientos. Creció entre el miedo a ese Dios castigador que manifestaba su enojo a través de aquellas mujeres, quienes eran sus novias, y la curiosidad, la cual era su pecado capital. Llegó el día de su graduación y se enfrentó a la vida fuera de esos muros y vio que no era mala, como le habían inculcado. Aun así, el temor era el director de sus decisiones, hasta el día en que en una fiesta aquel desconocido despertó el volcán de su cuerpo y sintió que era muy bueno.
Yo soy Lucía Silvestre, la cuidadora de maridos ajenos y la perdición de los solteros. Yo soy la maldad, según la religión y las normas, normas que me impusieron, que no escogí. Yo soy la que un día tomó todas sus creencias y las echó por el desagüe para poder disfrutar el mundo y sus placeres “mundanos”. Me gusta coleccionar huellas dactilares en mi piel, besos en mis labios e historias en mi diario negro. Yo soy la que soy y no me importa lo que las otras mujeres, quienes viven como lo hice yo un día, digan, porque este cuerpo existe para disfrutarse y la vida para vivirse. Si Dios tiene tantas novias por todo el mundo, por qué yo no puedo darle felicidad a varios hombres sin pensar en el futuro.